Ya no está
No sabía el nombre de la mujer que yacía en la cama. Probablemente tampoco tenía concepto de lo que es un nombre. Desde el rincón de la habitación, observaba a la mujer con sus ocho ojos, y sus ocho patas apoyadas en la pared. Cada día, salía de su grieta a observar a la mujer, al menos unos minutos.
Las arañas no viven mucho, al menos para estándares humanos. Para estándares arácnidos, viven lo suficiente. Cinco años son aproximadamente tres generaciones arácnidas. Si las arañas tuvieran concepto de tradición, observar a aquella mujer sería sin duda la de su familia, esto claro, si tuvieran concepto de lo que es una familia.
Durante esos cinco años, durante esas tres generaciones, la habitación casi no cambió. Una vez al día entraba una sirvienta a hacer aseo y desempolvar. Por suerte para las arañas, la sirvienta nunca las vio.
En la habitación había una ventana que daba hacia un hermoso jardín, con grandes árboles y una laguna central. Las cortinas se abrían una vez al día, y se cerraban con la misma frecuencia. Sobre un estante, el cual también tenía unos cuantos libros, había una vasija. Había. Era lo más llamativo de la habitación para cualquiera que entrara, incluso para las arañas. Porque era linda. Era. Casi tan linda como la chica que yacía en la cama, inmóvil, que perfectamente podría haber estado muerta. Inerte, como la vasija.
La pérdida duele, pero más que el impacto inicial, lo que duele es tener que lidiar con la ausencia de aquello a lo que estábamos acostumbrados, aquello que dábamos por sentado.
Si aquella araña pudiera comunicar sus emociones de la misma forma que hacemos los humanos, probablemente diría que ver la vasija estrellarse contra el piso ha sido el segundo evento más triste que ha presenciado en su vida.